Homilía de Benedicto XVI en la
proclamación de San Juan de Ávila y Santa Hildegarda de Bingen como nuevos
Doctores de la Iglesia
Con esta solemne
concelebración inauguramos la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos, que tiene como tema: La nueva evangelización para la transmisión de la
fe cristiana. Esta temática responde a una orientación programática para la
vida de la Iglesia, la de todos sus miembros, las familias, las comunidades, la
de sus instituciones. Dicha perspectiva se refuerza por la coincidencia con el
comienzo del Año de la fe, que tendrá lugar el próximo jueves 11 de octubre, en
el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Doy mi
cordial bienvenida, llena de reconocimiento, a los que habéis venido a formar
parte de esta Asamblea sinodal, en particular al Secretario general del Sínodo
de los Obispos y a sus colaboradores. Hago extensivo mi saludo a los delegados
fraternos de otras Iglesias y Comunidades Eclesiales, y a todos los presentes,
invitándolos a acompañar con la oración cotidiana los trabajos que
desarrollaremos en las próximas tres semanas.
Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este
domingo nos ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero sobre el
matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo
a continuación. No tenemos el tiempo para comentar el pasaje de la carta
a los Hebreos, pero debemos, al comienzo de esta Asamblea sinodal, acoger la
invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, «coronado de gloria y honor por
su pasión y muerte» (Hb 2,9). La Palabra de Dios nos pone ante el crucificado
glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta
asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La
evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y
último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el crucifijo es por
excelencia el signo distintivo de quien anuncia el Evangelio: signo de amor y
de paz, llamada a la conversión y a la reconciliación. Que nosotros venerados
hermanos seamos los primeros en tener la mirada del corazón puesta en él,
dejándonos purificar por su gracia.
Quisiera ahora
reflexionar brevemente sobre la «nueva evangelización», relacionándola con la
evangelización ordinaria y con la misión ad gentes. La Iglesia existe para
evangelizar. Fieles al mandato del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por
el mundo entero para anunciar la Buena Noticia, fundando por todas partes las
comunidades cristianas. Con el tiempo, estas han llegado a ser Iglesias bien
organizadas con numerosos fieles. En determinados periodos históricos, la
divina Providencia ha suscitado un renovado dinamismo de la actividad
evangelizadora de la Iglesia. Basta pensar en la evangelización de los pueblos
anglosajones y eslavos, o en la transmisión del Evangelio en el continente
americano, y más tarde los distintos periodos misioneros en los pueblos de
África, Asía y Oceanía. Sobre este trasfondo dinámico, me agrada mirar también
a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar Doctores de la Iglesia: san
Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen. También en nuestro tiempo el
Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia un nuevo impulso para anunciar la
Buena Noticia, un dinamismo espiritual y pastoral que ha encontrado su
expresión más universal y su impulso más autorizado en el Concilio Ecuménico
Vaticano II. Este renovado dinamismo de evangelización produce un influjo
beneficioso sobre las dos «ramas» especificas que se desarrollan a partir de
ella, es decir, por una parte, la missio ad gentes, esto es el anuncio del
Evangelio a aquellos que aun no conocen a Jesucristo y su mensaje de salvación;
y, por otra parte, la nueva evangelización, orientada principalmente a las
personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia, y viven sin
tener en cuenta la praxis cristiana. La Asamblea sinodal que hoy se abre esta
dedicada a esta nueva evangelización, para favorecer en estas personas un nuevo
encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz la
existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que
trae alegría y esperanza a la vida personal, familiar y social. Obviamente, esa
orientación particular no debe disminuir el impulso misionero, en sentido
propio, ni la actividad ordinaria de evangelización en nuestras comunidades
cristianas.
En efecto, los tres
aspectos de la única realidad de evangelización se completan y fecundan
mutuamente.
El tema del
matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en este
sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede
resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo
Jesús retoma: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a
su mujer y serán una sola carne» (Gn 1,24, Mc 10,7-8).
¿Qué nos dice hoy esta
palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya
conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en
sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular
para el mundo secularizado.
La unión del hombre y
la mujer, su ser «una sola carne» en la caridad, en el amor fecundo e
indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que
en nuestros días llega a ser mayor, porque, lamentablemente y por varias
causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización,
atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la
fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e
indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo
nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la
verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos
matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia
entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma
y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no sólo
objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto se realiza ya en muchas
experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos, pero se está realizando cada
vez más también en el tejido de las diócesis y de las parroquias, como ha
demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias.
Una de las ideas clave
del renovado impulso que el Concilio Vaticano II ha dado a la evangelización es
la de la llamada universal a la santidad, que como tal concierne a todos los
cristianos (cf. Const. Lumen gentium, 39-42). Los santos son los verdaderos
protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, también
de forma particular, los pioneros y los que impulsan la nueva evangelización:
con su intercesión y el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del
Espíritu Santo, muestran la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a
las personas indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios,
por decirlo así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y caridad, a que
descubran el «gusto» por la Palabra de Dios y los sacramentos, en
particular por el pan de vida, la eucaristía. Santos y santas florecen entre
los generosos misioneros que anuncian la buena noticia a los no cristianos,
tradicionalmente en los países de misión y actualmente en todos los lugares
donde viven personas no cristianas.
La santidad no conoce
barreras culturales, sociales, políticas, religiosas. Su lenguaje – el del amor
y la verdad – es comprensible a todos los hombres de buena voluntad y los
acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva.
A este respecto, nos
paramos un momento para admirar a los dos santos que hoy han sido agregados al
grupo escogido de los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió en el
siglo XVI. Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un
ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los
misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios,
unía la oración constante con la acción apostólica.
Se dedicó a la
predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus
esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los
religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia.
Santa Hildegarda de
Bilden, importante figura femenina del siglo XII, ofreció una preciosa
contribución al crecimiento de la Iglesia de su tiempo, valorizando los dones
recibidos de Dios y mostrándose una mujer de viva inteligencia, profunda
sensibilidad y reconocida autoridad espiritual. El Señor la dotó de espíritu
profético y de intensa capacidad para discernir los signos de los tiempos.
Hildegarda alimentaba un gran amor por la creación, cultivó la medicina, la
poesía y la música. Sobre todo conservó siempre un amor grande y fiel por
Cristo y su Iglesia.
La mirada sobre el
ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a la santidad, nos impulsa
a mirar con humildad la fragilidad de tantos cristianos, más aun, su pecado,
personal y comunitario, que representa un gran obstáculo para la
evangelización, y a reconocer la fuerza de Dios que, en la fe, viene al
encuentro de la debilidad humana. Por tanto, no se puede hablar de la nueva
evangelización sin una disposición sincera de conversión. Dejarse reconciliar
con Dios y con el prójimo (cf. 2 Cor 5,20) es la vía maestra de la nueva
evangelización. Unicamente purificados, los cristianos podrán encontrar el
legítimo orgullo de su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y
redimidos con la sangre preciosa de Jesucristo, y experimentar su alegría para
compartirla con todos, con los de cerca y los de lejos.
Queridos hermanos y
hermanas, encomendemos a Dios los trabajos de la Asamblea sinodal con el
sentimiento vivo de la comunión de los santos, invocando la particular
intercesión de los grandes evangelizadores, entre los cuales queremos contar
con gran afecto al beato Juan Pablo II, cuyo largo pontificado ha sido también
ejemplo de nueva evangelización. Nos ponemos bajo la protección de la
bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización. Con ella
invocamos una especial efusión del Espíritu Santo, que ilumine desde lo alto la
Asamblea sinodal y la haga fructífera para el camino de la Iglesia.
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