NOTA DE LOS OBISPOS DE LA SUBCOMISIÓN PARA LA FAMILIA Y LA DEFENSA DE LA VIDA CON MOTIVO DE LA JORNADA POR LA VIDA
(25 de Marzo de 2011)
«Siempre hay una razón para vivir»
La vida de cada ser humano es sagrada: tiene su origen en el amor eterno de Dios que ha querido que cada persona sea imagen de su gloria y participe de la misma filiación de su Hijo. Por eso la vida es un bien y cuidar la vida un deber.
Sin embargo, existe en la actualidad una oscuridad que lleva a no apreciar la grandeza y belleza de cada vida humana amada eternamente por Dios. Esta falta de luz afecta en primer lugar al reconocimiento de la dignidad personal del ser humano desde el instante de su concepción, tal y como hemos podido comprobar nuevamente con la reciente aprobación de la última ley del aborto que hace de este crimen un derecho.
Pero esta oscuridad sobre el origen sagrado y la dignidad absoluta de la vida humana se extiende a otros momentos de la existencia de las personas en los que se muestra y experimenta la fragilidad. Son muchos los que no descubren que la vida es un bien cuando viene acompañada por enfermedades graves, minusvalías psíquicas o físicas, momentos de pobreza, de soledad, de la debilidad que acompaña el paso de los años o en el momento del ocaso de la propia vida.
Por ello, y con motivo de la próxima Jornada por la Vida, los obispos de la subcomisión queremos anunciar la esperanza cristiana manifestando que «siempre hay una razón para vivir».
1. Llamados a ser hijos en Cristo
Dios nuestro Padre «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo según el beneplácito de su voluntad a ser sus hijos» (Ef 1, 4-5).
2. Llamados a ser santos en el amor
La asombrosa revelación de que existe una vocación personal, un proyecto divino dirigido a cada ser humano, nos hace descubrir el sentido que orienta la vida, la razón por la cual merece la pena ser vivida, siempre y en toda circunstancia. La elección eterna de Dios en Cristo para ser sus hijos y responder a su amor es la luz que ilumina la existencia concreta de cada persona, le hace descubrir su propia dignidad y le aporta la certeza de que está llamado en todo momento a dar fruto que permanece (cf. Jn 15, 16).
Existe una razón para vivir porque se nos ha ofrecido un amor mayor que nosotros mismos, que nos permite construir nuestra historia personal y que nos salva, dándonos la posibilidad de realizar plenamente nuestra vida en el amor siendo sus hijos, aunque esté marcada por el dolor.
Este amor incondicional del Padre se ha manifestado en plenitud en el envío de su propio Hijo, revelando así la grandeza y belleza de todo hombre cuya dignidad se mide no por lo que tiene o consigue, sino por el precio de la misma sangre de Cristo con la que ha sido rescatado (cf. 1 Pe 1, 18-19). Es esta misión del Hijo, por la que «se ha unido en cierto modo con todo hombre»1, la que manifiesta «el valor incomparable de cada persona humana».
Esta dignidad permanece inalterada en todos los momentos y fases de la vida. Siempre somos hijos y en todo momento podemos vivir en comunión con Jesucristo, que acompaña a cada persona en todo momento y de un modo particular cuando la vida está marcada por el dolor o la pobreza (cf. Mt 25, 31-46). Por eso la enfermedad no es motivo de un abandono desesperado a la muerte, sino a la confianza en Aquel que nos ama y llena el sufrimiento de esperanza.
Este amor hasta el extremo manifestado en Cristo constituye la razón para vivir con sentido en aquellos momentos en los que aparentemente parece que no hay nada más que esperar: «solo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor (…) puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar».
2.1. El amor transfigura el sufrimiento
Para muchos, inmersos en una mentalidad materialista y utilitarista que valora el fruto de la vida según una medida cuantificable de éxitos, placer, salud, triunfos, etc., es difícil encontrar la razón para vivir en los momentos en los que, a causa de las limitaciones, parece no servir para casi nada o se padece el sufrimiento con especial intensidad. Sin embargo, «la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega»4. Por eso la existencia de cada persona no es valiosa ni fecunda por la ponderación de ciertos bienes logrados, sino por el don de la propia vida por amor: si el grano de trigo cae en tierra y muere da mucho fruto (cf. Jn 12, 24).
Y aquí radica la maravillosa posibilidad de encontrar un sentido a la vida incluso cuando está marcada por la fragilidad. La unión con Cristo en la cruz permite que el «sufrimiento quede traspasado por la luz del amor»5, descubriendo la fecundidad de entregar la propia vida en la ancianidad, la enfermedad u otras circunstancias. Es Cristo quien nos da la posibilidad de vivir la vocación con dignidad en el momento de la cruz aceptando, madurando y dando un sentido al dolor que se transforma en fuente de salvación cuando se une al amor crucificado de Cristo.
Por eso, frecuentemente nos encontramos con personas que aportan una gran luz en medio de su sufrimiento, creando a su alrededor un clima de amor que mueve a la correspondencia en familiares o amigos.
2.2. La Iglesia, hogar de compasión
«Para poder decir a alguien: “Tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro”, hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a la familia más amplia, que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro».
Anunciar y hacer presente ese amor indestructible que aporta luz y sentido a la vida de cada ser humano constituye el corazón de la misión de la Iglesia. Conscientes de la dignidad de cada persona y movidos por la caridad que genera el Espíritu Santo en el corazón de los creyentes, los cristianos estamos llamados a ser «santos en el amor» con la medida de la compasión de Cristo.
Cuando la sociedad no sabe dar sentido al dolor o a la fragilidad humana y abandona a las personas a su soledad, los miembros de la Iglesia nos sentimos urgidos para responder con el amor de Cristo y engendrar esperanza en personas que, al sentirse queridas y acompañadas en su sufrimiento o soledad, pueden superar engaños y dolores; es decir, pueden encontrar la razón para vivir.
En este sentido, es ingente la labor maternal de la Iglesia que siempre acoge a todo hombre, especialmente cuando sufre, reconociendo en su dolor al mismo Cristo crucificado. No podemos sino agradecer e impulsar el trabajo de tantos hermanos nuestros en el acompañamiento de la vida naciente y de las familias; en residencias de menores y de ancianos sin recursos; en hogares para niños con discapacidades físicas o psíquicas; en residencias para enfermos mentales o centros de recuperación de drogadictos; en centros de acogida y atención a enfermos de SIDA; en comedores y albergues para los que no tienen techo; en hospitales o clínicas promovidas por la Iglesia para mostrar el amor de Cristo con el enfermo; en la inmensa red de Cáritas o en los innumerables proyectos realizados por multitud de consagrados y laicos comprometidos con los más pobres.
Esta enorme fecundidad eclesial es el testimonio sin palabras que reconoce la grandeza y dignidad sagradas del ser humano y manifiesta la certeza de que el amor de Dios abraza, cuida y comparte cada vida.
Conclusión
La vocación divina que ilumina todos los momentos de la historia de los hombres culmina en la vida eterna. A pesar de los dolores, enfermedades o pobrezas, la propia historia personal esconde una asombrosa promesa de eternidad en la vida que Cristo nos ha alcanzado: «yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10, 10).
Por eso descubrimos la dignidad y la esperanza de la existencia humana no solo en la debilidad o el sufrimiento, sino también en el momento de la muerte, cuando confiamos el fin de nuestra vida terrena al Altísimo y nos abrimos al don de la bienaventuranza.
Encomendamos los frutos de la próxima Jornada por la Vida a nuestra Madre, fuente de consuelo que permanece al pie de la cruz de su Hijo y de cada hijo que sufre. Que Ella nos haga testigos infatigables del Evangelio de la vida anunciado que en Cristo siempre hay una razón para vivir.
Los Obispos de la Subcomisión para la Familia y Defensa de la Vida
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